domingo, 27 de agosto de 2017

Amores de Verano: 'El Corazón en los Árboles'


En el valle el viento parecía susurrar. La tierra seca y crujiente deglutía los escasos nutrientes afortunadamente abandonados por una canícula inclemente. Las hojas gemían asustadas por el estridente eco que cercaba la cuenca. Los animales, por otro lado, ya habituados al incesante llanto que transportaba el aire, y sin comprender una sola palabra de aquel recital de amargura, yacían apacibles ante la ausencia de cazadores, leñadores u otras horribles criaturas de semejante índole. Agradecidos, sin saberlo, por la supersticiosa protección que durante el verano les brindaba la testaruda, afligida y castaña corteza del solitario roble que, como si del rey de los árboles se tratase, coronaba el terreno. Todos tenían la extraña sensación de que su mirada escrutaba anhelante el paisaje cada verano -noche y día- mientras su gemido ahondaba en las profundidades de la igualmente solitaria naturaleza. 

Entre sus despejadas ramas se escondían dos secretos, el primero y más acuciante de ellos es que, al fin, su vida se estaba extinguiendo. El otro, mucho más profundo y místico, ocultaba a una joven de penetrante y gris mirada en lo más recóndito del corazón del árbol. Recluida, agonizante, de una tristeza romántica e infinita. 

Por una promesa bajo el manto de un roble en verano, la joven rindió su vida y futuro al amor de un muchacho, que le ofrecía el exilio de la tierra que ella sentía asfixiante, en dirección a un distante paraíso. Lo único que debía hacer era esperar por él unas horas y ordenar el equipaje. Unas escasas horas después de toda una vida de infortunios para tomar la carretera de la felicidad. Sin embargo, estaba intranquila, el pasaje que había que pagar por la libertad era peligroso, pero aun así aguardó con ilusión en el valle.   
Ante el calor del verano, encontró refugio nuevamente entre las hojas del roble donde su amante le hiciera la definitiva promesa, y allí reposo sus cabellos. 

Dio lugar el ocaso y el joven no volvió, la muchacha sollozaba vagamente en el regazo del árbol. Su equipaje yacía junto a ella como el recordatorio de un futuro ya inalcanzable. Algo había salido mal, pero ella sabía que no había vuelta atrás. Cuando el crepúsculo tocó las lágrimas de sus enrojecidas mejillas, abrazó su condensada vida -lo único que le quedaba- durante unos instantes, y después la deshizo, disponiendo todo frente al suelo humedecido como si de un ajuar de guerrero se tratase y, tomando para sí la cuerda con la que aseguraba sus pertenencias, la joven trepó trabajosamente por entre las ramas y la ciñó en la más fuerte que pudo localizar, desde allí, anudándola a su cuello, quedó yaciente en un último baile tambaleante, hasta que tiempo después, cuando ya yacía muerta, la soga se rasgó y su cadáver cayó al terroso suelo, siendo absorbido por las raíces de un conmovido árbol, que, desde entonces, guardaría en su corazón el alma de una muchacha que una vez creyó en el futuro y en el amor.      


Amores de Verano: 'El Parque de las Losas Rojas'


Recuerdo la primera vez que nos vimos, el rumor de las hojas frescas y revoloteantes del parque de pequeñas losas rojas, cuya cantina era eje y sinónimo de refresco ante un calor vehemente. Yo, un niño enérgico y mandón con una camiseta estampada, centro del mundo adulto y juvenil. Siempre con un foco sobre mí y una mirada carente de  humildad apuntando como un faro hacia el exterior. Tú, un niño tímido, de esos que pese a ser verano visten camisa,  se acerca y me pide jugar con él. Mi infantil mentalidad reaccionando ante ese fenómeno con un asombro curioso corre tras de ti, preguntándose como una criatura de tu condición podría siquiera acercarse a alguien de la mía, cada vez atrapando con más insistencia el aire que deja tu estela, con una necesidad apremiante de conexión. Gracias a ti, esquive el ser algo más, algo peor, y simplemente fui un niño...

Cada verano terminaba y daba lugar al hastío, siempre esperando tu vuelta, la vuelta de mi mejor y único amigo, mi compañero. ¡Cómo me iluminaba las semanas anteriores pensando en tu regreso!, en volver a compartir historias, tropelías y reír sentados sobre un césped mojado en el parque que se hizo nuestro y que nos valía a ambos continuas riñas de nuestros padres. Qué fácil era ser niños.

Un día, un año, otro verano; crecimos. Ambos sentimos un cambio. Tú te acomodaste a tu personalidad y dejaste de correr por todas partes. Te volviste más taciturno. Yo, por el contrario, me volví aún más enérgico. Así mismo, nuestra personalidad se tergiverso en un opuesto diametral. Polo positivo y negativo, destinados a iluminar dos vidas: la tuya y la mía.

Nuestro despistado amor infantil dio paso a algo más complejo, más hormonal y más incómodo. Un saber tácito que me acarreaba inseguridad: competir contra tu madurez, aquella que amenazaba mi temor a la sensatez.

Un verano, una diferente reunión. Nos sentábamos a charlar, íbamos al cine y a la playa. Y yo notaba la exasperación que emanaba tu mirada, la decepción del rechazo de mi miedo adolescente. Mi mente gritaba, mi cuerpo rugía y se estremecía, llamándote.

Un día acudiste a la llamada, venciendo tu inusitada timidez, y nos fundimos en un beso; un abrazo. El cariño de años y años de contención estalló en el intercambio del amor de toda una vida, tan efusivo, tan boyante, tan ávido, tan pasajero...

Nos descubrimos el uno al otro, y por el camino descubrimos mucho de nosotros mismos, tanto que quisimos abrazar la vida aún con más brío. Pero el verano se acabó y nuestras ansías se vieron truncadas por el invierno, que congeló nuestra pasión, y te congeló a ti para siempre en mi recuerdo.

Viví, y comprendí que vivir significaba decepcionar. Nos defraudamos pensando, jóvenes como éramos, que las cosas duraban para siempre, que nuestra fidelidad sería eterna. No discerníamos que para comprometernos debíamos ser adultos, y que, para ser adultos, primero habíamos de errar. 

Ahora, mientras trato de dominar mis agitadas canas, observo con añoranza una foto escondida entre el polvo y las telarañas del recuerdo, una imagen -un espejo- mental de una felicidad inconsciente y torpe, pero tan eterna como cualquier otra de las que he vivido.