miércoles, 31 de agosto de 2016

'Canícula'. Relato concurso Zendalibros.



El lugar estaba oscuro, apenas iluminado por una tenue y vacilante luz proveniente del mugriento y único ventanal de la habitación. Un cúmulo de nubes rodeaba el sol, acrecentando la sombra y la depresión en la estancia. El lugar estaba oscuro, sucio, tan infecto y condenado como para ser el escenario de la quinceava Pintura negra de Goya. Pero más sucio estaba él. Macilento, casi ajeno. Los puños apretados en una mueca amenazante, su cabeza repleta de imágenes inconexas, su mirada perdida en un punto cualquiera. Inconexo. Carente de sentimiento. Ajeno a su mundo y a sus propias intenciones. El pequeño haz de luz iluminaba su figura proyectando una temblequeante sombra en la pared. Una sombra que parecía más real que su mundo, que se movía a destiempo, que burlonamente se encontraba allí representando su ser. Los gemidos apagados del hombre que tenía ante sí eran como sirenas en la noche de su apartamento: guardaban un significado, una historia, pero él era completamente ajeno a cualquiera de esas cuestiones. El hombre se balanceaba levemente, provocando pequeños crujidos en la maltratada silla. ¿Quién ha aguantado más tensión? ¿la silla o él? Allí hacia frío, un frío cálido, un frío que le recordaba que era capaz de sentir. Dio un paso adelante y volvió a descargar su puño en la maltratada faz de su invitado. Se giró con los nudillos doloridos y vio al elegante Quentin observándole con una mueca socarrona en su sonrisa felina:

-Ya te has cansado, ¿tan pronto?
-Sí, pero no ha sido pronto- dijo quedamente.

Quentin se irguió en su asiento remangándose las inmaculadas mangas de su camisa, para posteriormente alisar y abotonar el chaleco de su traje. Peinó su rubio y perfectamente desordenado cabello hacia atrás con más teatralidad que necesidad y colocó una mano en su hombro.

-Ahora les toca jugar a los niños grandes.

Asió la silla que previamente había pertenecido a Quentin  y se sentó en ella desganadamente; volviendo a perderse en sus pensamientos...

Una vibración le interrumpió. Su móvil estaba sonando. ¡Como odiaba ese teléfono! Tronaba con la fuerza de cien tormentas. Su mente encendía todas las alarmas, despertando aquel rencor consigo mismo, desdiciendo todas sus promesas y arrastrándole a una espiral de violencia que era incapaz de ignorar. Como un recordatorio escrito con tinta indeleble en su mano, que le dijese a cada momento la clase de persona que debía ser. Manteniendo sus costumbres, pensó en deshacerse de ese cacharro infernal y arrojarlo bien lejos, pero en lugar de ello respondió la llamada. Esperaba oír la voz de su jefe, esa voz que anticipaba una fría y acusadora mirada celeste, el invierno en pleno Julio. Sin embargo, lo que se oyó fue un llanto entrecortado, un llanto que escondía una extraña sensación de familiaridad. Esa voz despertaba en él el recuerdo de una vida pasada, de años perdidos, ocultos en el aroma de las espigas que sus sentidos eran ya incapaces de reconocer.

-Hijo... Tú padre... Tu padre ha muerto. Te echo tanto de menos...

Un escalofrío recorrió su espalda, su respiración se aceleró y una punzada de dolor atravesó su caja torácica. Mi padre ha muerto. Máma. Colgó el teléfono inmediatamente, se inclinó en la silla e intento respirar, asiendo con fuerza los reposabrazos. Quentin -su víctima completamente ensangrentada y él extrañamente inmaculado-, se detuvo centrando su atención en él.

-Mi padre ha muerto.
-¡Vaya! Pensaba que estabas solo.
-Ojala fuese así.
-¿Entonces te vas?
-Sí, creo que sí. ¿Avisarás al jefe de mi parte?
-Claro. -Expresó Quentin con un encogimiento de hombros.

Se levantó, respiro profundamente y se encamino al exterior, a la oscuridad, cerrando los párpados por un instante.


Abrió los ojos y el sol quemó sus pupilas. Bajó los últimos peldaños de la escalera del autobús y vislumbró el camino que llevaba a su antiguo hogar. Echó a caminar no con poco esfuerzo.

Se aproximó a la casa y allí volvió a contemplar  las levemente azuladas paredes de su infancia,  la robusta puerta de entrada con sus opacos ventanales. Pues su madre se quejaba continuamente de no poder fingir no estar en el domicilio ante los vecinos e hizo a su padre instalarlos. Otro escalofrío. Una sombra de su sonrisa. Se quitó la chaqueta, el verano era mas inclemente en este lugar de lo que lo era en la ciudad, aunque también era más luminoso. Nunca le gustó el sol, pero ahora lo abrazaba con temor, como un cachorro que llega a un nuevo hogar. Como si fuese la primera vez, una extraña sensación de cariño naciendo de sus entrañas, entremezclado a partes iguales con un temor creciente. Sus ganas de sonreír acompañaban a las punzadas que se sucedían en su pecho, al pitido en sus oídos, al calor en sus mejillas. Se sentía desfallecer cuando comprendió que el olor de las espigas volvía a su memoria, no sólo ese olor, sino el del azafrán, el azahar, las margaritas silvestres, los almendros, el césped parcialmente salvaje y húmedo.... Se encontraba embriagado. Ese halo de oscuridad que le envolvía se agrietaba, llenándose de pequeñas motas que se convertían en faros, faros luminosos que envolvían todo su ser, pero que también le asfixiaban.

Rompió en un llanto inconsolable, un llanto que se remontaba a su infancia, a veranos olvidados en compañía de amigos desconocidos, en los brazos de sus padres riendo y correteando por los campos. El llanto no cesaba, su cabeza estaba a punto de estallar. Pero el siguió llorando, llorando por todos esos años perdidos, sollozando por su niño interior, que se había perdido en los largos inviernos de sus presiones y responsabilidades. Tras unos instantes, se dio cuenta de que se encontraba arrodillado ante las escaleras de entrada, así que se levantó y se dispuso a tocar el timbre.


Esperó durante un tiempo, pero no hubo respuesta. Alicaído, trajo su vieja sombra de vuelta, recogió su equipaje y fue a esperar el próximo autobús de vuelta a su vida. Donde jamás podría manchar recuerdos hermosos.

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