El lugar estaba oscuro, apenas iluminado por una tenue y vacilante luz proveniente del mugriento y único ventanal de la habitación. Un cúmulo de nubes rodeaba el sol, acrecentando la sombra y la depresión en la estancia. El lugar estaba oscuro, sucio, tan infecto y condenado como para ser el escenario de la quinceava Pintura negra de Goya. Pero más sucio estaba él. Macilento, casi ajeno. Los puños apretados en una mueca amenazante, su cabeza repleta de imágenes inconexas, su mirada perdida en un punto cualquiera. Inconexo. Carente de sentimiento. Ajeno a su mundo y a sus propias intenciones. El pequeño haz de luz iluminaba su figura proyectando una temblequeante sombra en la pared. Una sombra que parecía más real que su mundo, que se movía a destiempo, que burlonamente se encontraba allí representando su ser. Los gemidos apagados del hombre que tenía ante sí eran como sirenas en la noche de su apartamento: guardaban un significado, una historia, pero él era completamente ajeno a cualquiera de esas cuestiones. El hombre se balanceaba levemente, provocando pequeños crujidos en la maltratada silla. ¿Quién ha aguantado más tensión? ¿la silla o él? Allí hacia frío, un frío cálido, un frío que le recordaba que era capaz de sentir. Dio un paso adelante y volvió a descargar su puño en la maltratada faz de su invitado. Se giró con los nudillos doloridos y vio al elegante Quentin observándole con una mueca socarrona en su sonrisa felina:
-Ya
te has cansado, ¿tan pronto?
-Sí,
pero no ha sido pronto- dijo quedamente.